¿Cuál es la mejor película de la historia? Vuelta a vuelta, nace la pregunta. Y las candidatas brotan en listas de asociaciones de críticos, de institutos de cine, de sindicatos de extras. El consenso prefiere los títulos lejanos: El ciudadano, Ladrones de bicicletas, Lo que el viento se llevó y alguna otra. Pero, irremediablemente, viene la segunda parte de la cuestión: ¿bajo qué parámetros dictaminar la superioridad de una película? ¿Por la excelencia en cada uno de los rubros? Es posible. ¿Por su innovación en lo formal, capaz de marcar un antes y un después? Quizá. ¿Por su cualidad de reflejar nuestra alma? También. Asimismo algunos dicen que una gran película es, como los grandes libros, la que nos hace mejores personas. Pero no parece una regla fácil de verificar. De todos modos, y más allá de contiendas por establecer un podio, lo cierto es que uno intuye cuándo se encuentra frente a un filme de los grandes.
Alfred Hitchcock decía que nadie pagaba una entrada para ver lo que sucede a la vuelta de la esquina, y que el cine era una sala que debía ser llenada. Algo parecido opinaba Billy Wilder: si una película hacía olvidar a alguien de lo que dejaba afuera, aunque sea por un instante, valía la pena. No sabemos si esta gente sabía definir una gran película, pero sí que cuentan con el crédito que les confieren obras como Vértigo o El ocaso de una vida. Entonces, si el cine se trata de eso, bien podríamos ensayar una regla, tan precaria y antojadiza, pero que se ajusta al concepto de cine como entretenimiento: una película será tan buena como la cantidad de sus momentos memorables. O, lo que es casi lo mismo, como la fuerza con que nos vuelve a atrapar en cualquier tramo que la agarremos. ¿Esto quiere decir que, pongamos por caso, Forrest Gump es superior a El séptimo sello? Es obvio que no; sólo que las realmente favoritas poseen, además de una gran concepción general, un buen número de escenas que quedaron en la memoria de todos. El mejor ejemplo es, claro, El Padrino. Tarde de zapping: ahí está Michael Corleone, parado en la escalinata del hospital, mirando el encendedor en su mano que no tiembla. Uno sabe que llegará la policía, que McClusky le dará duro en el pómulo, que Tom lo va a rescatar, que la familia se va a reunir y se decidirá que Michael sea el encargado de ir a la cita en el bar, que el arma va estar en el depósito del baño aunque en principio no la encuentre, que podrá rematar a Sollozzo y McClusky, que va a soltar el revolver justo antes de salir del plano… Pero uno no tiene más remedio que sentarse a verlo, a pesar de que sabe lo que vendrá. Mejor dicho, porque sabe lo que vendrá. Y no se lo puede perder.
Estos placeres no son patrimonio exclusivo de las retinas. Dentro de la lista ilimitada (y, por cierto, muy personal) de los momentos que el cine nos regala para el recuerdo, muchas veces basta una frase sugerente en el clima oportuno. O una sentencia implacable y precisa, apoyada visualmente en apenas un gesto del actor. O un diálogo que va prosperando como un juego de naipes. Puede darse en cualquier tipo de película. Comedia, western, romántica, etc. Pero, (y es sólo otra sospecha) el género más fértil para el triunfo de la palabra es el cine de gángsters. Ese que recurre como tema central al crimen organizado, que tuvo su edad de oro a fines de los 30 y que volvió con fuerza a partir de los 70, con la mafia dominando la escena (a partir de que Hoover, director del FBI, se convenció de que lo de la Cossa Nostra era mucho más que un mito).
Podemos incluir aquí el film noir, un estilizado sucesor con el que tiene tantos puntos en contacto (y del que el lenguaje elíptico es parte inherente). Y, si usted quiere, a las mejores de delito. Aunque estas, técnicamente, difieren del cine de gángsters en que no prevalece el punto de vista de los propios criminales.
A ver si lo que sigue ayuda un poco a corroborarlo. Hace algunos años la American Film Institute, haciendo gala de su gusto por crear rankings, se tomó el trabajo de elegir las cien mejores frases de todos los tiempos (del cine norteamericano, obvio). Se recurrió para eso a 1500 profesionales relacionados con la industria. La de El Padrino que titula esta nota ("I'm going to make him an offer he can't refuse.") ocupó el segundo lugar. Sólo superada por una del drama Lo que el viento se llevó. Pero anotemos que entre las múltiples, y muy buenas, que contiene el film, la destacada se abrió paso con el desdén propio del mejor policial: “Francamente, querida, me importa un pito.”
En el tercer lugar está Nido de ratas, con una cita doblemente célebre (“Pude haber tenido clase…”), tanto por su original, a cargo del monumental Brando, como por su evocación en Toro Salvaje, en la voz del gran De Niro. En el quinto, Casablanca, ese film noir con altas dosis de guerra, romance y drama. Pero en el que, fundamentalmente, está Bogart con su impermeable, su bar, su piano, su revolver sostenido al nivel de la cintura (los duros de antaño no precisaban estirar el brazo), el policía corrupto y la noche neblinosa. El sexto le correspondió a Impacto Súbito y el “alégrame el día” de Harry, El Sucio. El séptimo, a la ya citada El ocaso de una vida, otro film noir.
Por su regodeo en la violencia, por considerarlas moralmente ambiguas, muchas veces sus realizadores sufrieron algunas acusaciones de parte de los que ya sabemos. Pero es indudable que hay algo en estos rollos que nos atrae y que no podemos explicar. Como no podemos explicar por qué cuando pega Stallone nos duele pero cuando pega el enano Joe Pesci, nos duele más. Habrá que consultar con esos soplones sabelotodos que vinieron a este mundo a acusar, celosos de los que podemos disfrutar los manjares que nos sirve el género gangsteril.
Una inaudita elegancia en esos descarados parlamentos. Una forma muy rara de belleza en esas sentencias como rayos, en esas diabluras verbales. Un fondo de ironía detrás de cada amenaza, de cada provocación. Y un atisbo de sabiduría detrás de su escepticismo. Ráfagas de Thompson y de insultos. Un mundo de infamias y lealtades. Un sabor épico y romántico en esa gente sin destino. Un tipo que sólo pregunta “¿me estás hablando a mí?” y logra más que mil “te quiero mucho”.
Dicho todo esto y habiendo cumplido con los tantas veces postergados guionistas, aprovechemos el fin de la Ley Seca sirviéndonos un Jack Daniel’s, pongamos un buen standard de jazz en el fonógrafo y deleitémonos con unas cuantas citas de cine de gángsters.

Joe Pesci en Casino.


Marlon Brando en El padrino.


Ava Gardner: Tal vez porque lo odio. Soy veneno, para mí misma y para todo el mundo a mi alrededor. Tengo miedo de estar con alguien que ame por el daño que pueda hacerle. ¡A él no me importa dañarlo!
Forajidos.


Humphrey Bogart: ¿Descubre las mías?
Bacall: Creo que sí.
Bogart: Adelante.
Bacall: Yo diría que no le gusta ser evaluado. Le gusta salir al frente, ganar un poco de ventaja, tomarse un respiro en el tramo de vuelta, y luego volver a casa libre.
Bogart: A usted tampoco le gusta ser evaluada.
Bacall: No he hallado aún a la persona que pueda hacerlo. ¿Alguna sugerencia?
Bogart: Bueno, no puedo decir nada hasta que la haya visto a cierta distancia de terreno. Seguro que tiene un toque de clase, pero no sé lo lejos que pueda llegar.
Bacall: Mucho depende de quién esté en la montura.
El sueño eterno.


En el quinto asalto tu culo irá a la lona. Dilo.
Bruce Willis: En el quinto, mi culo irá a la lona.
Pulp Fiction.


Kevin Spacey en Los sospechosos de siempre.




Robert De Niro en Casino.


Jack Nicholson, con un orificio de la nariz abierto por un puñal, en Barrio Chino.


Al Pacino en El Padrino.