19/11/09

UNA OFERTA QUE NO PODRÁS RECHAZAR.

LOS GRANDES DIALOGOS Y FRASES DEL CINE DE GANGSTERS.

¿Cuál es la mejor película de la historia? Vuelta a vuelta, nace la pregunta. Y las candidatas brotan en listas de asociaciones de críticos, de institutos de cine, de sindicatos de extras. El consenso prefiere los títulos lejanos: El ciudadano, Ladrones de bicicletas, Lo que el viento se llevó y alguna otra. Pero, irremediablemente, viene la segunda parte de la cuestión: ¿bajo qué parámetros dictaminar la superioridad de una película? ¿Por la excelencia en cada uno de los rubros? Es posible. ¿Por su innovación en lo formal, capaz de marcar un antes y un después? Quizá. ¿Por su cualidad de reflejar nuestra alma? También. Asimismo algunos dicen que una gran película es, como los grandes libros, la que nos hace mejores personas. Pero no parece una regla fácil de verificar. De todos modos, y más allá de contiendas por establecer un podio, lo cierto es que uno intuye cuándo se encuentra frente a un filme de los grandes.
Alfred Hitchcock decía que nadie pagaba una entrada para ver lo que sucede a la vuelta de la esquina, y que el cine era una sala que debía ser llenada. Algo parecido opinaba Billy Wilder: si una película hacía olvidar a alguien de lo que dejaba afuera, aunque sea por un instante, valía la pena. No sabemos si esta gente sabía definir una gran película, pero sí que cuentan con el crédito que les confieren obras como Vértigo o El ocaso de una vida. Entonces, si el cine se trata de eso, bien podríamos ensayar una regla, tan precaria y antojadiza, pero que se ajusta al concepto de cine como entretenimiento: una película será tan buena como la cantidad de sus momentos memorables. O, lo que es casi lo mismo, como la fuerza con que nos vuelve a atrapar en cualquier tramo que la agarremos. ¿Esto quiere decir que, pongamos por caso, Forrest Gump es superior a El séptimo sello? Es obvio que no; sólo que las realmente favoritas poseen, además de una gran concepción general, un buen número de escenas que quedaron en la memoria de todos. El mejor ejemplo es, claro, El Padrino. Tarde de zapping: ahí está Michael Corleone, parado en la escalinata del hospital, mirando el encendedor en su mano que no tiembla. Uno sabe que llegará la policía, que McClusky le dará duro en el pómulo, que Tom lo va a rescatar, que la familia se va a reunir y se decidirá que Michael sea el encargado de ir a la cita en el bar, que el arma va estar en el depósito del baño aunque en principio no la encuentre, que podrá rematar a Sollozzo y McClusky, que va a soltar el revolver justo antes de salir del plano… Pero uno no tiene más remedio que sentarse a verlo, a pesar de que sabe lo que vendrá. Mejor dicho, porque sabe lo que vendrá. Y no se lo puede perder.
Estos placeres no son patrimonio exclusivo de las retinas. Dentro de la lista ilimitada (y, por cierto, muy personal) de los momentos que el cine nos regala para el recuerdo, muchas veces basta una frase sugerente en el clima oportuno. O una sentencia implacable y precisa, apoyada visualmente en apenas un gesto del actor. O un diálogo que va prosperando como un juego de naipes. Puede darse en cualquier tipo de película. Comedia, western, romántica, etc. Pero, (y es sólo otra sospecha) el género más fértil para el triunfo de la palabra es el cine de gángsters. Ese que recurre como tema central al crimen organizado, que tuvo su edad de oro a fines de los 30 y que volvió con fuerza a partir de los 70, con la mafia dominando la escena (a partir de que Hoover, director del FBI, se convenció de que lo de la Cossa Nostra era mucho más que un mito).
Podemos incluir aquí el film noir, un estilizado sucesor con el que tiene tantos puntos en contacto (y del que el lenguaje elíptico es parte inherente). Y, si usted quiere, a las mejores de delito. Aunque estas, técnicamente, difieren del cine de gángsters en que no prevalece el punto de vista de los propios criminales.
A ver si lo que sigue ayuda un poco a corroborarlo. Hace algunos años la American Film Institute, haciendo gala de su gusto por crear rankings, se tomó el trabajo de elegir las cien mejores frases de todos los tiempos (del cine norteamericano, obvio). Se recurrió para eso a 1500 profesionales relacionados con la industria. La de El Padrino que titula esta nota ("I'm going to make him an offer he can't refuse.") ocupó el segundo lugar. Sólo superada por una del drama Lo que el viento se llevó. Pero anotemos que entre las múltiples, y muy buenas, que contiene el film, la destacada se abrió paso con el desdén propio del mejor policial: “Francamente, querida, me importa un pito.”
En el tercer lugar está Nido de ratas, con una cita doblemente célebre (“Pude haber tenido clase…”), tanto por su original, a cargo del monumental Brando, como por su evocación en Toro Salvaje, en la voz del gran De Niro. En el quinto, Casablanca, ese film noir con altas dosis de guerra, romance y drama. Pero en el que, fundamentalmente, está Bogart con su impermeable, su bar, su piano, su revolver sostenido al nivel de la cintura (los duros de antaño no precisaban estirar el brazo), el policía corrupto y la noche neblinosa. El sexto le correspondió a Impacto Súbito y el “alégrame el día” de Harry, El Sucio. El séptimo, a la ya citada El ocaso de una vida, otro film noir.
Por su regodeo en la violencia, por considerarlas moralmente ambiguas, muchas veces sus realizadores sufrieron algunas acusaciones de parte de los que ya sabemos. Pero es indudable que hay algo en estos rollos que nos atrae y que no podemos explicar. Como no podemos explicar por qué cuando pega Stallone nos duele pero cuando pega el enano Joe Pesci, nos duele más. Habrá que consultar con esos soplones sabelotodos que vinieron a este mundo a acusar, celosos de los que podemos disfrutar los manjares que nos sirve el género gangsteril.
Una inaudita elegancia en esos descarados parlamentos. Una forma muy rara de belleza en esas sentencias como rayos, en esas diabluras verbales. Un fondo de ironía detrás de cada amenaza, de cada provocación. Y un atisbo de sabiduría detrás de su escepticismo. Ráfagas de Thompson y de insultos. Un mundo de infamias y lealtades. Un sabor épico y romántico en esa gente sin destino. Un tipo que sólo pregunta “¿me estás hablando a mí?” y logra más que mil “te quiero mucho”.
Dicho todo esto y habiendo cumplido con los tantas veces postergados guionistas, aprovechemos el fin de la Ley Seca sirviéndonos un Jack Daniel’s, pongamos un buen standard de jazz en el fonógrafo y deleitémonos con unas cuantas citas de cine de gángsters.

“Hay muchos agujeros cavados en ese desierto. Y muchos problemas enterrados en ellos. Pero hay que hacer bien las cosas, hay que haber cavado el agujero antes de llegar allí con el paquete en el maletero. Si no, tienes que darle a la pala durante treinta o cuarenta minutos, y quién te asegura que en ese tiempo no aparece alguien. Eso te obligaría a cavar un agujero más. Te puedes pasar allí toda la puta noche.”
Joe Pesci en Casino.



“Soy un hombre supersticioso, y si le ocurre algún desdichado accidente a Michael… si un policía le dispara en la cabeza o si le encuentran colgado en una celda de prisión, entonces voy a acabar con algunas de las personas que están en esta habitación sin ninguna piedad. Pero, dicho esto, juro sobre las almas de mis nietos que no seré yo el que rompa la paz que hemos sellado aquí, hoy.”
Marlon Brando en El padrino.



Burt Lancaster: ¿Por qué siempre vuelves a él, Kitty?
Ava Gardner: Tal vez porque lo odio. Soy veneno, para mí misma y para todo el mundo a mi alrededor. Tengo miedo de estar con alguien que ame por el daño que pueda hacerle. ¡A él no me importa dañarlo!
Forajidos.



Lauren Bacall: Hablando de caballos, me gusta jugarles a mí misma. Pero me gustaría primero verlos entrenar un poco, comprobar si van adelante o vienen detrás de los corredores, averiguar todas las cartas que tengan, lo que los hace funcionar.
Humphrey Bogart: ¿Descubre las mías?
Bacall: Creo que sí.
Bogart: Adelante.
Bacall: Yo diría que no le gusta ser evaluado. Le gusta salir al frente, ganar un poco de ventaja, tomarse un respiro en el tramo de vuelta, y luego volver a casa libre.
Bogart: A usted tampoco le gusta ser evaluada.
Bacall: No he hallado aún a la persona que pueda hacerlo. ¿Alguna sugerencia?
Bogart: Bueno, no puedo decir nada hasta que la haya visto a cierta distancia de terreno. Seguro que tiene un toque de clase, pero no sé lo lejos que pueda llegar.
Bacall: Mucho depende de quién esté en la montura.
El sueño eterno.



Ving Rhames: Buch, ¿cuántas peleas más crees que podrás aguantar, eh? ¿Un par? No existe el gran día para los boxeadores veteranos. Estuviste cerca pero nunca lo conseguiste, y si hubieses tenido que conseguirlo algún día, ya lo hubieses conseguido. La noche del combate es posible que sientas una ligera punzada, será el orgullo que intenta joderte. ¡A la mierda el orgullo! El orgullo sólo hace daño, no te ayuda jamás, lucha contra esa mierda. Porque dentro de un año, cuando estés gozando de la vida en El Caribe, te dirás a ti mismo... Marcellus Wallace tenía razón.
En el quinto asalto tu culo irá a la lona. Dilo.
Bruce Willis: En el quinto, mi culo irá a la lona.
Pulp Fiction.



“Keaton siempre decía: no creo en Dios, pero le temo. Yo creo en Dios, pero le temo a Kaiser Sose.”
Kevin Spacey en Los sospechosos de siempre.



“Si me ocultas algo, te mato. Si me mientes o creo que me mientes, te mato. Si te olvidas de algo, te mato. De hecho lo tienes muy jodido para seguir vivo, Nick. ¿Entiendes todo lo que te he dicho? (Nick asiente, nervioso.) Bien, porque si no… te mato.” Juegos, trampas y dos pistolas humeantes.



“No importa qué grande puede ser un tipo, Nicky lo enfrenta. Si atacas a Nicky con los puños, él vuelve con un bate. Si lo atacas con un cuchillo, vuelve con una pistola. Y si lo atacas con una pistola, mejor matarlo, porque va a volver y volver hasta que uno haya muerto”.
Robert De Niro en Casino.



“Por lo visto media ciudad está tratando de tapar el asunto. Y me parece bien. Pero, el caso es, señora Mulwray, que casi me quedo sin nariz. Y me gusta respirar con ella.”
Jack Nicholson, con un orificio de la nariz abierto por un puñal, en Barrio Chino.



"Mi padre le hizo una oferta que no podía rechazar. Luca Brasi le puso una pistola en la nuca y mi padre le aseguró que, o su firma o su cerebro, acabaría sobre el contrato".
Al Pacino en El Padrino.

PLATERO Y YO, CLAUDIO.

Los ladrones que entraron anoche a la librería se tomaron su tiempo en revolverlo todo. El desorden era tal que fue imposible volver a acomodar en los estantes los libros desparramados por el piso:

Cien años del siglo de las luces.

Rinconete y Julieta.

Cuentos de amor de locura y de muerte anunciada.

Seis problemas para Don Segundo Sombra.

Blancanieves y los siete locos.

Veinte mil leguas de viajes de Gulliver.

Dartagnan y los tres chanchitos.

Los caballeros de la mesa de los galanes.

El jorobado de Nostradamus.

El diario de Ana Karenina.

El principito y el mendigo.

Dormir al sol es un sueño eterno.

La importancia de llamarse Facundo.

Los Misery.

Por quien doblan las bananas.

El coronel no tiene mujercitas.

20 leguas de profundis.

Quién se ha llevado lo que el viento se llevó.

La cabaña del tío Tom Sawyer.

Seis personajes en busca del tiempo perdido.

El mercader de La Mancha.

El gatopardo con botas.

Guia de viaje al centro de la Tierra.

El extraño caso del Dr. Jeckill y el enfermo imaginario.

La interpretación de los sueños y otros cuentos.

Pantaleón y las putas asesinas.

El anatomista alquimista.

El mastín de los Canterville.

El regreso de Sherlock Tormes.

Doña Rosita la soltera y sus dos maridos.

18/11/09

DIÓGENES, EL CÓDIGO RAFAEL.



Quienes pueden visitar los Museos Vaticanos encuentran, entre las obras sobrehumanas de Miguel Ángel y las geniales sutilezas de Leonardo, los frescos de las cuatro Estancias de Rafael Sanzio. Realizados por Rafael y sus discípulos entre 1508 y 1524, lo que es hoy una de las mayores muestras de arte concebida por el espíritu humano, fueron un encargo de Julio II para la decoración pictórica de sus aposentos.
De las cuatro Estancias, la que nos ocupa aquí es la del Sello (Stanza della Signatura); originariamente, biblioteca y estudio privado. Su iconografía ayuda a esta función y se propone representar las tres categorías máximas del hombre: la Verdad, el Bien y la Belleza. Siguiendo de lo general a lo particular, detengámonos en la primera, la Verdad. La verdad sobrenatural se describe en el fresco Disputa del Santísimo Sacramento (o la teología), mientras que la racional, en el llamado La Escuela de Atenas (o la filosofía), la obra magna del gran Rafael. En ella se simboliza la verdad razonada en la escuela ateniense, que el artista se figuró en medio de un marco arquitectónico poblado por famosos pensadores de todas las épocas. La composición se apoya en profundas líneas de perspectivas que convergen en el centro de una gran galería, por donde caminan Platón y Aristóteles, haciendo que la atención se centre en las figuras de ambos filósofos. El primero, de barba blanca, señala al cielo, símbolo de su filosofía de lo ideal. El otro, más joven, con su libro de Ética bajo el brazo, señala a la Tierra, con su filosofía de las formas y la naturaleza. A la izquierda de ambos se encuentra Sócrates, conversando con Alejandro Magno, armado. También vemos a Heráclito, en primer plano, escribiendo, con el codo apoyado en un bloque de mármol. Es digno de notar que los dos matemáticos, Pitágoras (escribiendo sobre un libro) y Euclides (trazando con un compás), se sitúan en cada uno de los extremos inferiores del fresco y son punto de partida de dos líneas de fuga hacia el centro de la composición.
Pero la figura que más nos llama la atención es un viejo con túnica celeste, calvo, echado en la escalinata como un perro soñoliento. Se trata de Diógenes el Cínico, y si convenimos que es quien atrae la mirada, es lícito suponer que era esta la intención del artista. Para empezar, su posición lo despega claramente del resto. El viejo filósofo se destaca también por su pasividad, en medio de personajes muy activos. Es el único de los personajes principales cuyo rostro expresa calma; los otros se muestran preocupados por sus tareas. El único no retratado en grupo, sino en solitario. Y el único convenientemente desaliñado. Además, desde un aspecto técnico, si bien las líneas principales de perspectiva van, como se dijo, hacia un punto de fuga que se encuentra sobre los dos filósofos principales, la inclinación del cuerpo de Diógenes sigue una de ellas, acompañando su eje de atención. Incluso, su ubicación sobre esa línea, parece más privilegiada que el centro mismo, ya que está ubicado más abajo y más a la derecha, que es la orientación natural de la mirada humana, por su hábito de lectura (abajo, a la derecha, los avisos publicitarios ubican la marca). Justo al lado de Diógenes, dos figuras ensayan distintos ademanes. La primera, señala a los dos grandes maestros, como descubriéndolos. La segunda, de espaldas a nosotros, lo señala a él y su descaro.
Una lectura más aventurada: ¿nos insinúa una puesta en duda del auténtico protagonismo en la historia de la filosofía? ¿Debemos interpretar algo parecido al platonismo oficial contra el cinismo denostado?
Como sea, lo que vemos en la pintura es una figura que señala a Diógenes con ambas manos abiertas, la seña más común de un acto de presentación.
Pero, si fuese así, qué podía ver Rafael de interés en esa estampa que no dejó un solo escrito, ni una escuela, ni una doctrina. O, antes, quién fue Diógenes el Cínico.
La fuente de la que se dispone es la sección que su tocayo Diógenes Laercio, le dedicó en su Vidas de los filósofos ilustres. Un sinnúmero de anécdotas que revelan la rapidez de su filosa lengua y lo muestran como el más cautivante y provocador de los filósofos antiguos, una mezcla de Sócrates con Groucho Marx. Con un modo de vida que nos incita a reflexionar sobre la vida en sociedad.
Diógenes nació en Sínope alrededor del año 412 a.C. Su padre acuñador de moneda, fue encarcelado por adulterar las piezas. Diógenes, desterrado, dijo al partir: "ellos me condenan a irme, yo los condeno a quedarse."
Ya en Atenas, fue acogido por el maestro cínico Antístenes, al que superó con creces en sus ideales de privación e independencia de las necesidades materiales, llevando una dieta austera, una vestimenta rústica y durmiendo en un tonel, junto al templo de Cibeles.
El nombre de cínicos (kynikos) tiene origen en kyon, perro. Esta comparación se debe al modo de vida de estos personajes, su idea radical de libertad, su desvergüenza, sus principios de autonomía y sus continuos ataques a los modos de vida sociales. Los cínicos habían transformado la franqueza natural del perro en su emblema. Diógenes llevó al extremo está actitud.
Frente al escándalo que provocó al masturbarse públicamente, comentó que desearía poder saciar el hambre simplemente frotándose el vientre. En un banquete algunos le echaron huesos, como si fuera un perro: Diógenes, respondió como tal, orinando allí mismo.
Quiso viajar a Egina, pero fue capturado por piratas y llevado a Creta para ser vendido como esclavo. Cuando se le preguntó qué sabía hacer, respondió: "Sé conducir hombres”, y pidió que lo vendieran a alguien que necesitara un amo. Esta respuesta fue escuchada por Jeníades, un acaudalado Corintio que, impresionado, lo compró, le devolvió la libertad y le encargó que educara a sus hijos. El filósofo demostró tanta sabiduría y fidelidad que Jeníades no se cansaba de decir que los dioses habían enviado un genio a su casa.
Fue en Corinto que ocurrió el célebre encuentro con Alejandro Magno. Según Plutarco, Alejandro se encontraba recibiendo honores por haber conseguido el liderazgo de las fuerzas griegas para enfrentarse a los persas. Rodeado de las grandes personalidades de Grecia, se asombró de no encontrar entre ellas a Diógenes, cuya fama había llegado hasta sus oídos. Deseoso de conocer a alguien que mostraba tal desdén por la autoridad, fue en su busca y lo encontró tomando sol. "Soy Alejandro de Macedonia; dime cómo puedo servirte". Diógenes respondió: "Apartándote a un lado, pues me tapas el sol". Alejandro, asombrado, dijo a sus amigos: "Si yo no fuera Alejandro, desearía ser Diógenes".
Recorría también las calles de Atenas a plena luz del día, llevando en su mano una lámpara encendida "buscando un hombre honesto".
Estaba en una ocasión pidiendo limosna a una estatua. Al preguntársele por qué lo hacía, contestó: “Me ejercito en fracasar.”
¿Por qué –se le preguntó también- la gente da dinero a los mendigos y no a los filósofos? Porque –repuso- piensan que algún día pueden llegar a ser inválidos o ciegos, pero filósofos, jamás.
Un individuo de mal carácter, le dijo: “Te daré limosna, si logras convencerme.” “Si yo fuera capaz de persuadirte –contestó Diógenes- te persuadiría de que te ahorcaras.”
Platón había definido al hombre como animal bípedo implume, definición que obtuvo gran fama. Diógenes desplumó un gallo y lo introdujo en la escuela: “Acá está el hombre de Platón”.
A quien le dijo: “Muchos se ríen de ti”, le contestó: “Pero yo me tomo en serio”.
Un hombre lee en voz alta un texto larguísimo; Diógenes, que está cerca de él, ve que falta poco para que termine y vocifera al grupo que escucha: “Aleluya, amigos, por fin diviso la orilla”.
Diógenes estimaba que sólo puede ser dueño de sí mismo quien toma a la sabiduría como única moneda, y que solo es pobre quien desea más de lo que puede adquirir.
Despreciaba también la mayoría de los placeres mundanos, afirmando que los hombres obedecen a sus deseos como los esclavos a sus amos; del amor sostenía que era "el negocio de los ociosos”.
Despreciaba a los letrados de su época por recitar los sufrimientos de Ulises, tal y como fueron relatados por Homero, pero que no atendían a los sufrimientos de sus propios conciudadanos. Criticó también a los oradores que predicaban la verdad, pero no la practicaban.
Se lo considera el padre del cosmopolitismo, porque afirmaba que era ciudadano del mundo.
Murió en el año 327 a.C. Algunos afirman que por las mordeduras de un perro; otros, por una intoxicación con carne de pulpo cruda; y otros, que se suicidó conteniendo la respiración.
Poco importa si el relato de Laercio corresponde o no a una verdad histórica; su valor reside en el testimonio de una forma de ver el mundo y el alma de los hombres que lo habitan.
Ahora, volvamos al fresco de Rafael. Una milimétrica línea divisoria pasa justo entre medio de los personajes centrales, dividiendo al numeroso grupo en dos mitades exactas. Como era costumbre, para representar a cada una de las figuras, Rafael usó como modelos a personajes comtemporáneos a él. Y me gusta pensar que los distribuyó según sus simpatías.
En el bando izquierdo participan los de una idea del mundo contraria a Diógenes: el idealista Platón y el cambiante Heráclito (retratos de Leonardo y Miguel Ángel respectivamente, los dos admirados competidores de Rafael), más Sócrates y Jenofonte, el organizador militar, más Alejandro y su sombra, más Pitágoras y sus teoremas.
Del bando derecho, los de una idea afín: Aristóteles y las cosas concretas, Euclides (retrato de Bramante, gracias a quien Rafael fue llamado por el papa), Protógenes (retrato de El Sodoma, extravagante amigo de Rafael), y, por supuesto, Diógenes.
Rafael tenía sólo veinticinco años cuando pintó este fresco. ¿Habrá sido un costado trasgresor o provocador de la juventud lo que lo llevó a identificase con el irreverente Diógenes? ¿El genial artista Rafael Sanzio podía dejarle un lugar de su corazón al joven Rafael? Todo lo que sabemos es que ubicó su autorretrato a la derecha, con su gorro negro de siempre y, según creo, bien cerca de los que quería.

Claudio Brutto.

17/11/09

EL HOMBRE MÁS HERMOSO DEL MUNDO.



La prensa mundial se apuró a comunicar la noticia con titulares surgidos de su lenguaje de lugares comunes: “Paul Newman pelea por su vida”, “Paul Newman da batalla al cáncer”. Pero era falso. El dato era relevante precisamente por lo contrario. Newman se entregaba serenamente a esperar la muerte. Y para eso, pedía que lo sacaran de la asepsia del hospital y lo llevaran al favor de sus muebles y objetos habituales, a su dignidad de siempre. Hace poco más de un año, pero me dio ganas de recordarlo.

Paul Newman fue, sobre todo, admirable. Se dijo que no le buscáramos defectos. Me animo a más. En él, como un perfecto mecanismo virtuoso, cada atributo realzaba al siguiente. Eso es lo que lo hacía único.
Para que se entienda: el logro de destacarse como uno de los más grandes actores dramáticos de todos los tiempos radica en que, para eso, tuvo que sacarse de encima al rentable galán de los ojos de cielo. El valor de convertirse en un ejemplo de compromiso social se potencia con el hecho de que este hombre estaba parado en la cima del palacio de las vanidades. El mérito de ser un paradigma de fidelidad a su mujer está en que él era Paul Newman.
Cierta prensa norteamericana solía calificar su vida como aburrida. En sus teclados no se conciben términos más amables como reservada, decente, modesta o íntegra. Para este periodismo, la aventura de vivir parece llevarse a cabo sólo cuando quien fue bendecido por la fama y la fortuna hace lo esperable, que es pagar por todo eso. Pero Newman prescindió de escándalos, malas compañías, relaciones extramatrimoniales y fotos policiales de frente y perfil. Se limitó a vivir su “aburrida” vida.
Nace el 26 de enero de 1925, en Ohio. Sus padres, dueños de una tienda de deportes, siempre asumieron que Paul se dedicaría al negocio familiar, lo que originó su primer acto de rebelión hacia un camino impuesto. A los 19 años se alista en la Marina y participó en la Segunda Guerra como operador de radio. Al regresar se gradúa en Economía, formando parte del equipo de fútbol americano de la Universidad, y comienza a dar sus primeros pasos en el teatro de aficionados, donde conoce a su primera esposa, con la que tendrá su único hijo y dos hijas.
Estudia interpretación en la prestigiosa Universidad de Yale y luego se traslada a Nueva York para entrar en el mítico Actor's Studio de Lee Strasberg, donde coincide con otros grandes como James Dean y Steve McQueen, y por donde había pasado su admirado Marlon Brando. Allí conoce a Joanne Woodward, quien más tarde se convertiría en su gran amor y compañera inseparable. En 1953 debutó en Broadway con Picnic, que permaneció catorce meses en cartel. En 1958 se divorcia de su primera mujer y se une a Joanne. Con ella tendrá tres hijas y rodarán juntos 12 películas.
Debuta en el cine con El Cáliz de Plata, una película tan mala que cuando se estrenó en televisión, publicó un anuncio en la prensa pidiendo disculpas. Alcanza el éxito con Marcado por el odio. Y de aquí en más comienza una de las más formidables carreras de cine de todos los tiempos. Colaborando para los mayores directores, que van desde Otto Preminger, John Huston y Alfred Hitchcock, hasta Robert Altman, los Cohen y Martin Scorsese. Y dejando actuaciones memorables en más de setenta películas, como La gata sobre el tejado de zinc, El largo y cálido verano, Las tres caras de Eva, Éxodo, El buscavidas, Dulce pájaro de juventud, Cortina rasgada, La leyenda del indomable, Dos hombres y un destino, El golpe y Ausencia de malicia. A lo que hay que sumarle una importante obra como productor y director.
Pero su verdadera pasión son los autos. Esta afición al rugido de los motores lo alzó al podio, en un segundo puesto, en las 24 horas de Lemans. Incluso, llegó a tener su propia escudería. Aunque más de una vez, la competencia en la categoría de automovilismo más veloz, estuvo a punto de llevarlo a la tumba. La última vez, cuando su coche dio vuelta y se incendió preparando el Circuito Internacional Daytona, Newman contaba ochenta años.
En 1982 funda la compañía Paul Newman’s Own, un exitoso negocio de productos alimenticios, con fines solidarios, que ya ha conseguido donar más de 200 millones de dólares a cientos de proyectos de caridad en todo el mundo. La Fundación Newman’s Own es una entidad sin ánimo de lucro que se encarga de que todos los beneficios y royalties que se obtienen, después de pagar impuestos, se destinen a proyectos solidarios como los Hole in the Wall Camps, unas residencias donde los niños con enfermedades graves pueden pasar sus vacaciones de verano, y con todos los gastos a cargo de la Fundación. Actualmente existen 8 residencias de este tipo, cinco de las cuales están en Estados Unidos, más las de Inglaterra, Francia e Irlanda.
Ha luchado contra el racismo, las guerras y él mismo representó a su país ante la ONU para hablar del desarme aunque nunca ha seguido una carrera política.
El mayor shock de su vida fue la muerte de su hijo Scott cuando apenas tenía 28 años. Es entonces cuando empieza su preocupación por los excesos con las drogas y creó una fundación a la que dio el nombre de su hijo. La fundación crece tanto que hoy tiene más de 60 centros, en los que se presta ayuda a las familias que sufren de una u otra manera el abuso de las drogas y la violencia doméstica.
Newman supo defender bien quién quería ser, porque siempre tuvo muy claro lo que no quería ser. Por eso, sus motivos de orgullo surgen por oposición: “El honor más grande que jamás he recibido es haber sido el número diecinueve de la lista de enemigos del presidente Richard Nixon.” “No creo que haya nada excepcional en la filantropía, es la actitud contraria la que me sorprende”. “El cine que se hace no me interesa y yo no le intereso a él, de lo cual me congratulo.” “¿Por qué tontear por ahí con hamburguesas si uno tiene un bife en casa?” “Ya no recuerdo ni cuando fue la última vez que fui a una ceremonia del Oscar.”
Los Oscar, un capítulo aparte. Porque durante años, la Academia se había hecho un deber en no entregarle la estatuilla. En un anuncio, aparecido en el Daily Variety el día siguiente a la ceremonia de 1982, se leía: “A los miembros de la Academia: quisiera que volviesen a ver Veredicto final y me explicasen qué debe hacer Paul Newman para ganar un Oscar”. Hasta que en 1986, lo consiguió por El color del dinero, de Martin Scorsese (cuándo no Scorsese), con 61 años, en su séptima nominación a mejor actor y un año después de recibir el Oscar Honorífico por sus múltiples y memorables interpretaciones, cuando el actor ya había reconocido perder la esperanza de obtener uno “de verdad”. Además fue candidato en una ocasión como productor por Rachel, Rachel. Y en 1994, se le concedió el premio especial de la Academia, Premio Humanitario Jean Hersholt. Después vendrían dos nominaciones más. La última por Camino a la perdición. En esta, su última y soberbia aparición en cine, le oímos decir a Tom Hanks: “esta es la vida que elegimos y una cosa está clara: ninguno de nosotros conocerá el cielo”.
Si es cierto que el cielo y el infierno son el recuerdo que dejamos en los demás, Paul Newman tuvo asegurada su butaca blanca, desde donde nos ve a nosotros en la pantalla azul de sus ojos.

Ilustración y texto: Claudio Brutto

16/11/09

FEDERICO EL CHICO.


Quien más quien menos, de chicos, todos nos sentábamos a dibujar. Tenía que ver con el colegio, pero también era parte de nuestros juegos. Después la infancia termina, y con ella la escuela, los juegos y el placer de dibujar. Visto así, un dibujante es alguien que nunca dejó de serlo. Federico Fellini era dibujante porque nunca dejó de dibujar y era un niño porque nunca dejó de jugar. Sintió algo parecido a James Barrie, el sospechado autor de Peter Pan, que ante lo insoportable de saber que el tiempo de los juegos terminaría, decidió seguir jugando en secreto. Por eso Fellini nunca creyó que ser director era un trabajo. Más bien, continuaba una existencia dispuesta a divertirse, como cuando jugaba al teatrito, experimentando con los colores, la tijera, los trapos, maquillándose. Hasta llegó a sentir que eran las películas las que lo dirigían a él.
Pese a todas sus categóricas declaraciones, en las que no escondía su gusto por la fantasía y la impostura, sus biógrafos siguen hoy compitiendo en cantidad de papel escrito y los críticos corren a hacer público cada hallazgo de fraude. Es que es muy difícil cercar la vida de un hombre que juega con la seriedad y compromiso de los chicos cuando juegan. Porque lo que anhelan lo inventan.
“Yo me he inventado casi todo: una infancia, una personalidad, nostalgias, sueños, recuerdos: por el placer de poder contarlos.” Y ya que podía inventarse casi todo, se inventó una Rímini, su ciudad natal, en Roma; una Via Veneto en Cinecittà; y un Fellini con el rostro de Mastroiani.
Es que el gran Federico poseía una imaginación de máximo alcance. Y si esto tiene que ver con poner imágenes a nuestras ideas, viendo sus dibujos y sus películas, podemos decir que nadie imagina como él. Habría que crear un monstruo marino mitad Chagall, mitad Kurosawa. Porque Fellini imaginaba cosas y esas cosas iban creando su vida, que transcurría en constante estado de sorpresa. Era la curiosidad la que lo hacía despertar a la mañana.
El dueño de un mundo tan rico y fascinante se ve obligado a expresarlo en imágenes. No se puede transmitir con palabras. A diferencia de un cuadro o una toma, las palabras se dicen o se escriben una detrás de otra, y las almas desbordantes precisan de muchas metáforas, de muchos adjetivos, para explicarse en el mundo oral: “al comienzo, una película, ¿qué es? Una sospecha, una hipótesis narrativa, sombras de ideas, sentimientos difuminados. Pero en su primer e impalpable contacto parece ser ya ella misma, completa, vital, purísima.”
Le gustaba imaginar que los personajes de sus viejas películas continuaban encontrándose y presentándose entre ellos, siguiendo con sus aventuras. Meter la palabra fin le parecía un acto de violencia contra ellos, esos seres con los que había buscado la forma de que sean verosímiles, que continuaban viviendo más allá de lo que sabía el autor. Por eso, le costaba terminar una película. Por eso y porque le recordaba la sensación de desilusión que sentía cuando era chico y aparecía el cartelito. Cierta vez pensó (imaginó) terminar con una placa en la que se leyera “fin… del dinero” y listo.
“Un film nace y se transforma día tras día, desde la idea inicial hasta la copia final. Es como un bebé que primero tiene el rostro de un cierto modo; después, crece y se parece a la madre, después sigue cambiando, se parece a su padre e, incluso, un poco a la tía Clementina. No se sabe nunca como va a quedar.”
Bajo el consejo de su amigo y psicoanalista Ernest Bernhard, llevaba también un diario ilustrado donde registraba sus sueños en forma de historieta. Las historietas han sido siempre su gran pasión, ya desde chico, en Rímini. Garabateaba caricaturas y retratos que en su adolescencia le dejaron algún dinero y que fueron la simiente de su amor por el cine. Porque esas viñetas pasaron a ser historietas, de las que surgieron guiones que lo llevaron a debutar, por fin, como director en Roma. Pero, como se dice arriba, nunca dejó de dibujar. Ni siquiera mientras hablaba por teléfono y hasta en la servilleta de un restaurante.
“Todos esos garabatos que harían gozar a un psiquiatra, acaso sea una especie de rastro, un hilo al final del cual me encuentro en un plató, con las luces encendidas, el primer día de trabajo”. Se confesaba carne de diván por su creación instintiva de “anatomías femeninas obsesivamente hipersexuadas, rostros decrépitos de cardenales y llamas de cirios, y nuevamente, tetas y culos”.
Otro de sus gustos obsesivos, del que hay una constante referencia en su cine, era el circo. Esa excitación, esa total devoción a aquellas músicas ensordecedoras, a aquellas amenazas mortales, la experimentó ya la primera vez que entró en una carpa. Aunque todavía no era la hora del espectáculo; era por la mañana temprano y no había nadie. A lo lejos, el relincho de un caballo y la voz de una mujer que cantaba sacudiendo la ropa. Y aquella misma tarde cuando, sobre las rodillas de su padre, entre las luces cegadoras, los rugidos, los gritos, los aplausos, vio la fiesta, se sintió iluminado. Como si de repente hubiera reconocido algo que le pertenecía desde siempre y que era también su futuro. Los extraños payasos, grotescos, en su total irracionalidad, en su violencia, se le revelaron como una profecía: “La anunciación de Federico”.
Tal vez fue esa tarde cuando decidió continuar siendo Fefé. De otro modo no hubiera podido filmar Amarcord a los 56 años. Se necesita mucho más que recuerdos de la niñez para hacerla. Se necesita un terco espíritu de libertad e insolencia.
Fellini nos dejó la obra más personal y soberana de la historia del cine. Su infancia terminó el día que terminó su vida.

Ilustración y texto: Claudio Brutto
Viñetas: Federico Fellini

IVONNE Y CARLOS.




Ah, pibe, haceme acordar que te lea
la confesión de Ivonne Guitry, es algo grande.
Julio Cortázar: Rayuela.


Cabaret Palermo, París, 1928. La luminosa cabellera de Ivonne, atrae el repetido enjambre de señores. Son tiempos de poderío latino y París no se resiste a ser conquistada por Carlos Gardel. De noche, en los salones, París era Ivonne.

- Mi familia, que pertenecía a la clase intelectual húngara, quedó sin fortuna cuando llegó la posguerra. Por mi educación, yo no podía convertirme en una humilde dactilógrafa. No sabía qué rumbo tomar en la vida. Entonces apareció el príncipe encantador, un aristócrata de la alta sociedad.
Me casé con él, con toda la ilusión de la juventud, a pesar de la oposición de mi familia, por ser yo tan joven y él extranjero. Viaje de bodas por París, Niza, Capri. Luego, el fracaso del sueño. No tenía a quien contar la tragedia de mi matrimonio: un marido que, en lugar de hijos, me deja una enfermedad incurable. Ya tengo dieciséis años y viajo como una peregrina sin rumbo. Egipto, Java, todo el Lejano Oriente, en un baile de máscaras donde ocultar mi alma rota. Nos radicamos finalmente en la Côte d’Azur. La sociedad cosmopolita de los casinos, de los dancings, de las pistas hípicas, me reverencia. Un bello día decidí separarme. Así, abandoné el hogar y me fui sola hacia el mundo. La fiesta de las mimosas en Cannes, el carnaval florido de Niza… Tenía dieciocho años y vivía en París, sin rumbo definido. París de las orgías y los francos sin valor. Paraíso de extranjeros, donde cada día nacía un nuevo cabaret que les hiciera desprenderse de los billetes. Sola en París.
Para suavizar mi desgracia me entregué de lleno a los placeres. En los cabarets llamaba la atención porque siempre iba sola, a derrochar champaña con los bailarines y propinas con los sirvientes. No tenía noción del valor del dinero. Entonces empecé a buscar lugares exóticos, sudamericanos de tinte moreno.


Terminada la actuación, el cantor recibe la invitación de acercarse a su mesa y hacia allí cruza el salón. Después, su guitarrista no puede evitar preguntar.
- ¿Quién es la rubia? Es hermosa.
- Nada menos que una marquesa. Dice que le gusta como canto. Y ya me invitó a su casa. ¿Qué te parece?

Se frecuentaron. Los unía la mutua atracción exótica y un simétrico halago: un cantante argentino, figura del momento, con una hermosa y joven aristócrata. Ella no sabía que estaba entrando en un juego más peligroso que el de sus noches de cocaína. No podía saber que Ivonne Guitry empezaba a ser el tango Madame Ivonne.

- Aquella amistad creció con otras noches, otras confidencias, a través de los campos floridos. Ese hombre iba entrando en mi alma. Sus palabras de seda vulneraban mi indiferencia. Me volví loca. Mi pisito lujoso estaba ahora lleno de luz. No volví a los cabarets. Era mi primer amor. Pero él amaba divertirse en el círculo de sus íntimos.

Gardel amaba tanto a su grupo de amigos que hasta lo trasladó a París. Su concepto de la amistad no se diferenciaba del favor y la entrega, y esto incluía el tiempo destinado a ellos. Si hay un aspecto irrefutable en su misteriosa vida, es su generosidad proverbial. También amaba, por supuesto, a su madre Berta, una planchadora que lo llevó a Buenos Aires cuando su hombre la abandonó dejando sin padre al pobre Charles. Tenía una gran debilidad por el turf y por su caballo “Lunático”. Gustaba del fútbol y del boxeo. Y sostuvo su traumática relación formal con su novia Isabel del Valle, ayudando económicamente a ella y su familia durante años. Pero su vida la consagró verdaderamente a su arte, a su trabajo. Cuando se vio en la pantalla por primera vez, abochornado por su exceso de peso, comenzó un feroz plan de ejercicios hasta modificar íntegramente su cuerpo. Llegó a grabar, durante seis meses, un promedio de un disco por día, agotando a músicos y técnicos con su conocido perfeccionismo. Y estaban las presentaciones, el cine, la radio y la permanente creación de melodías. Tenía muy en claro que su vida de artista no podía permitirle una vida de pareja. Cuando le preguntaron si estaba a favor del divorcio, contestó: no estoy a favor del matrimonio. Y ahí está Ivonne, persiguiéndolo como a un ensueño, por teatros, bares, cabarets. “¡Charlot! ¡Charlot!” Apenado por la situación, Carlos decide dejar de escapar. Y ante las promesas de amor y oro, responde cuidándose de no confundir elocuencia con crueldad.
- Mi simpática Ivonne, hablás como un libro abierto, que yo me tomo el atrevimiento de cerrar. Porque… ¿De qué vale que me tengas a tu lado si la simpatía que te tengo no alcanza a nivelar la pasión que dices sentir por mí? A cariño igual, sería otra cosa. Incluso, debes comprender que no es digno de un hombre aceptar el amor de una mujer que, además, dé cheques.

Teatro Principal Palace, Madrid, 1929. Aunque más atractiva que las otras, Ivonne es una damita más en el bar. Pero da unos nerviosos mordiscos a la boquilla dorada de su Muratti y la afectación deja entrever en las mesas contiguas, su pasado de noches sin días. La voz que le habló aquella noche, en París, no logró hacerla olvidar de aquella otra voz, la que canta como nadie. Muy por el contrario. Esa voz fue como el sino de su suerte, y ha decidido transformarse en su sombra.

- Por supuesto que él no lo sabe. Si lo supiera, yo sería una más. Y yo, monsieur, estoy por encima de todas. ¡Mon petit Charlot! No me canso de oírlo. Cuando por la noche vuelvo a mi cuarto de hotel, me doy por muy bien pagada si lo he oído cantar tres o cuatro canciones. Tengo una enfermedad incurable, recuerdo de aquel vil asiático. Quiero seguirlo hasta que mi vida se marchite.

La puerta se abre y aparece en el umbral la figura de Gardel. Como en París, como en la Costa Azul, como en Buenos Aires, su sonrisa invicta muestra la alegría de un triunfo eterno. El cantor sigue su camino al escenario. Ivonne se levanta y lo sigue, perdiéndose detrás de la cortina de terciopelo rojo.

Teatro Real, Bogotá, 1935. Carlos cumple parte de su gira por Latinoamérica. No importa saber si fue casual o no, la coincidencia de Ivonne en la misma ciudad. Ese sábado 22 de junio, como tantas veces, piensa en ir a visitar a Carlos a su camarín. Siente de un modo inexplicable que esta vez tendría que hacerlo. Como cuando lo perseguía a Dauville, al Negresco, a los reservados del Gran Casino du Mediterranée, en donde Carlos frecuentaba a Chaplin o a la Baronesa de Wakefield. Pasaron tantos años. Además, ella también parte para Cali pasado mañana, y tiene en su bolso dos pasajes para el avión de la compañía alemana Scadta. Su secretaria debía quedarse en Bogotá por compromisos comerciales surgidos a último momento. Lo que le causaba ese extraño impulso a presentarse en el camarín de Carlos sería, sin dudas, este hecho fortuito. Este sino de su suerte.
Pero una vez más comprendió que se estaba engañando y desestimó la posibilidad. Además, pasaron tantos años.

- Si mi cariñosa camaradería con Carlos se hubiera renovado… Tengo derecho a creer que, aprovechando la oportunidad del pasaje en blanco, el no hubiera ocupado su sitio en el avión de la Saco y hubiera viajado en el de la Scadta, llegando conmigo a Cali.

Cuando se enteró de su muerte, Ivonne probó suicidarse con pastillas. Los médicos no la dejaron.

Ilustración y texto: Claudio Brutto