Quienes pueden visitar los Museos Vaticanos encuentran, entre las obras sobrehumanas de Miguel Ángel y las geniales sutilezas de Leonardo, los frescos de las cuatro Estancias de Rafael Sanzio. Realizados por Rafael y sus discípulos entre 1508 y 1524, lo que es hoy una de las mayores muestras de arte concebida por el espíritu humano, fueron un encargo de Julio II para la decoración pictórica de sus aposentos.
De las cuatro Estancias, la que nos ocupa aquí es la del Sello (Stanza della Signatura); originariamente, biblioteca y estudio privado. Su iconografía ayuda a esta función y se propone representar las tres categorías máximas del hombre: la Verdad, el Bien y la Belleza. Siguiendo de lo general a lo particular, detengámonos en la primera, la Verdad. La verdad sobrenatural se describe en el fresco Disputa del Santísimo Sacramento (o la teología), mientras que la racional, en el llamado La Escuela de Atenas (o la filosofía), la obra magna del gran Rafael. En ella se simboliza la verdad razonada en la escuela ateniense, que el artista se figuró en medio de un marco arquitectónico poblado por famosos pensadores de todas las épocas. La composición se apoya en profundas líneas de perspectivas que convergen en el centro de una gran galería, por donde caminan Platón y Aristóteles, haciendo que la atención se centre en las figuras de ambos filósofos. El primero, de barba blanca, señala al cielo, símbolo de su filosofía de lo ideal. El otro, más joven, con su libro de Ética bajo el brazo, señala a la Tierra, con su filosofía de las formas y la naturaleza. A la izquierda de ambos se encuentra Sócrates, conversando con Alejandro Magno, armado. También vemos a Heráclito, en primer plano, escribiendo, con el codo apoyado en un bloque de mármol. Es digno de notar que los dos matemáticos, Pitágoras (escribiendo sobre un libro) y Euclides (trazando con un compás), se sitúan en cada uno de los extremos inferiores del fresco y son punto de partida de dos líneas de fuga hacia el centro de la composición.
Pero la figura que más nos llama la atención es un viejo con túnica celeste, calvo, echado en la escalinata como un perro soñoliento. Se trata de Diógenes el Cínico, y si convenimos que es quien atrae la mirada, es lícito suponer que era esta la intención del artista. Para empezar, su posición lo despega claramente del resto. El viejo filósofo se destaca también por su pasividad, en medio de personajes muy activos. Es el único de los personajes principales cuyo rostro expresa calma; los otros se muestran preocupados por sus tareas. El único no retratado en grupo, sino en solitario. Y el único convenientemente desaliñado. Además, desde un aspecto técnico, si bien las líneas principales de perspectiva van, como se dijo, hacia un punto de fuga que se encuentra sobre los dos filósofos principales, la inclinación del cuerpo de Diógenes sigue una de ellas, acompañando su eje de atención. Incluso, su ubicación sobre esa línea, parece más privilegiada que el centro mismo, ya que está ubicado más abajo y más a la derecha, que es la orientación natural de la mirada humana, por su hábito de lectura (abajo, a la derecha, los avisos publicitarios ubican la marca).

Una lectura más aventurada: ¿nos insinúa una puesta en duda del auténtico protagonismo en la historia de la filosofía? ¿Debemos interpretar algo parecido al platonismo oficial contra el cinismo denostado?
Como sea, lo que vemos en la pintura es una figura que señala a Diógenes con ambas manos abiertas, la seña más común de un acto de presentación.
Pero, si fuese así, qué podía ver Rafael de interés en esa estampa que no dejó un solo escrito, ni una escuela, ni una doctrina. O, antes, quién fue Diógenes el Cínico.
La fuente de la que se dispone es la sección que su tocayo Diógenes Laercio, le dedicó en su Vidas de los filósofos ilustres. Un sinnúmero de anécdotas que revelan la rapidez de su filosa lengua y lo muestran como el más cautivante y provocador de los filósofos antiguos, una mezcla de Sócrates con Groucho Marx. Con un modo de vida que nos incita a reflexionar sobre la vida en sociedad.
Diógenes nació en Sínope alrededor del año 412 a.C. Su padre acuñador de moneda, fue encarcelado por adulterar las piezas. Diógenes, desterrado, dijo al partir: "ellos me condenan a irme, yo los condeno a quedarse."
Ya en Atenas, fue acogido por el maestro cínico Antístenes, al que superó con creces en sus ideales de privación e independencia de las necesidades materiales, llevando una dieta austera, una vestimenta rústica y durmiendo en un tonel, junto al templo de Cibeles.
El nombre de cínicos (kynikos) tiene origen en kyon, perro. Esta comparación se debe al modo de vida de estos personajes, su idea radical de libertad, su desvergüenza, sus principios de autonomía y sus continuos ataques a los modos de vida sociales. Los cínicos habían transformado la franqueza natural del perro en su emblema. Diógenes llevó al extremo está actitud.
Frente al escándalo que provocó al masturbarse públicamente, comentó que desearía poder saciar el hambre simplemente frotándose el vientre. En un banquete algunos le echaron huesos, como si fuera un perro: Diógenes, respondió como tal, orinando allí mismo.
Quiso viajar a Egina, pero fue capturado por piratas y llevado a Creta para ser vendido como esclavo. Cuando se le preguntó qué sabía hacer, respondió: "Sé conducir hombres”, y pidió que lo vendieran a alguien que necesitara un amo. Esta respuesta fue escuchada por Jeníades, un acaudalado Corintio que, impresionado, lo compró, le devolvió la libertad y le encargó que educara a sus hijos. El filósofo demostró tanta sabiduría y fidelidad que Jeníades no se cansaba de decir que los dioses habían enviado un genio a su casa.
Fue en Corinto que ocurrió el célebre encuentro con Alejandro Magno. Según Plutarco, Alejandro se encontraba recibiendo honores por haber conseguido el liderazgo de las fuerzas griegas para enfrentarse a los persas. Rodeado de las grandes personalidades de Grecia, se asombró de no encontrar entre ellas a Diógenes, cuya fama había llegado hasta sus oídos. Deseoso de conocer a alguien que mostraba tal desdén por la autoridad, fue en su busca y lo encontró tomando sol. "Soy Alejandro de Macedonia; dime cómo puedo servirte". Diógenes respondió: "Apartándote a un lado, pues me tapas el sol". Alejandro, asombrado, dijo a sus amigos: "Si yo no fuera Alejandro, desearía ser Diógenes".
Recorría también las calles de Atenas a plena luz del día, llevando en su mano una lámpara encendida "buscando un hombre honesto".
Estaba en una ocasión pidiendo limosna a una estatua. Al preguntársele por qué lo hacía, contestó: “Me ejercito en fracasar.”
¿Por qué –se le preguntó también- la gente da dinero a los mendigos y no a los filósofos? Porque –repuso- piensan que algún día pueden llegar a ser inválidos o ciegos, pero filósofos, jamás.
Un individuo de mal carácter, le dijo: “Te daré limosna, si logras convencerme.” “Si yo fuera capaz de persuadirte –contestó Diógenes- te persuadiría de que te ahorcaras.”
Platón había definido al hombre como animal bípedo implume, definición que obtuvo gran fama. Diógenes desplumó un gallo y lo introdujo en la escuela: “Acá está el hombre de Platón”.
A quien le dijo: “Muchos se ríen de ti”, le contestó: “Pero yo me tomo en serio”.
Un hombre lee en voz alta un texto larguísimo; Diógenes, que está cerca de él, ve que falta poco para que termine y vocifera al grupo que escucha: “Aleluya, amigos, por fin diviso la orilla”.
Diógenes estimaba que sólo puede ser dueño de sí mismo quien toma a la sabiduría como única moneda, y que solo es pobre quien desea más de lo que puede adquirir.
Despreciaba también la mayoría de los placeres mundanos, afirmando que los hombres obedecen a sus deseos como los esclavos a sus amos; del amor sostenía que era "el negocio de los ociosos”.
Despreciaba a los letrados de su época por recitar los sufrimientos de Ulises, tal y como fueron relatados por Homero, pero que no atendían a los sufrimientos de sus propios conciudadanos. Criticó también a los oradores que predicaban la verdad, pero no la practicaban.
Se lo considera el padre del cosmopolitismo, porque afirmaba que era ciudadano del mundo.
Murió en el año 327 a.C. Algunos afirman que por las mordeduras de un perro; otros, por una intoxicación con carne de pulpo cruda; y otros, que se suicidó conteniendo la respiración.

Poco importa si el relato de Laercio corresponde o no a una verdad histórica; su valor reside en el testimonio de una forma de ver el mundo y el alma de los hombres que lo habitan.
Ahora, volvamos al fresco de Rafael. Una milimétrica línea divisoria pasa justo entre medio de los personajes centrales, dividiendo al numeroso grupo en dos mitades exactas. Como era costumbre, para representar a cada una de las figuras, Rafael usó como modelos a personajes comtemporáneos a él. Y me gusta pensar que los distribuyó según sus simpatías.
En el bando izquierdo participan los de una idea del mundo contraria a Diógenes: el idealista Platón y el cambiante Heráclito (retratos de Leonardo y Miguel Ángel respectivamente, los dos admirados competidores de Rafael), más Sócrates y Jenofonte, el organizador militar, más Alejandro y su sombra, más Pitágoras y sus teoremas.
Del bando derecho, los de una idea afín: Aristóteles y las cosas concretas, Euclides (retrato de Bramante, gracias a quien Rafael fue llamado por el papa), Protógenes (retrato de El Sodoma, extravagante amigo de Rafael), y, por supuesto, Diógenes.

Rafael tenía sólo veinticinco años cuando pintó este fresco. ¿Habrá sido un costado trasgresor o provocador de la juventud lo que lo llevó a identificase con el irreverente Diógenes? ¿El genial artista Rafael Sanzio podía dejarle un lugar de su corazón al joven Rafael? Todo lo que sabemos es que ubicó su autorretrato a la derecha, con su gorro negro de siempre y, según creo, bien cerca de los que quería.
Claudio Brutto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario